El nascimiento de Floriwood o los jardines hindues de Felipe Cardeña
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Si, según una vetusta, oxidada definición académica, arte es ante todo aquello que provoca una acusada reacción en el espectador, entonces nadie podrá discutir tal condición a los collages de este laborioso español. Sus abigarradas composiciones, pacientemente elaboradas mediante el tradicional método de cortar y pegar, no dejarán indiferente a ninguno… ni en ningún nivel.
Cabe esperar que el ingenuo ciudadano, ajeno a las sofisticadas convenciones de los círculos artísticos, encuentre directa y simplemente «preciosas» estas obras. En las que, sobre un variopinto fondo en el que las flores son ingrediente principal y a veces único, diferentes iconos, pertenecientes tanto a la cultura pop como a la imaginería religiosa tradicional (ya sea cristiana o hindú) despliegan su protagónico encanto. Sé de muchas amas de casa, fieles consumidoras de telenovelas y compradoras ocasionales de poster de sus artistas favoritos, que pondrían sin dudar un instante un Felipe Cardeña en la cabecera de su cama, o en la sala de su casa, para presumir por largos meses de él ante sus amistades.
Sería lógica también esperar que el presuntuoso con algunos estudios, ese pedante que se cree conocedor por saber distinguir un Picasso de un Dalí, repudie de plano estos collages, por lo banal y «bajo» de algunos de sus héroes, que van desde Rocky hasta Batman, pasando por adolescentes-mininas al estilo manga. Por el evidente «mal gusto» de su profusión de ultracoloridas flores (ah, las flores, tan traídas, tan llevadas, tan insoslayables en todo imaginario de la belleza) que tanto recuerda a esas vistosas y a menudo dramatúrgicamente incongruentes coreografías que no faltan en casi ninguna cinta de Bollywood. Por ser, en una palabra, epítome del kitsch, del seudoarte banal, de lo peor de la cultura de masas que todo individuo exquisito y ansioso de distinción debe automáticamente rechazar.
Pero hay más, mucho más en estos collages.
Porque, más allá del instantáneo embelesamiento superficial o de la repulsa aristocrática y despectiva es que comienza el reino del camp, de la ironía sin límite. Más allá de lo obvio y la pura apariencia es que abren sus cancelas polícromas los jardines hindúes de este sarcástico artista español de la plástica.
Resulta obvio, referencia obligada ante su quehacer, hablar de los años hippies, del Flower Power, del Swingin’ London, de la psicodelia, de las visiones del LSD, del don Juan de Castañeda y su mezcalito peyotero, de los Beatles y de su absurda relación con el Maharishi… en fin, del ardiente verano del ’68 cuando la imaginación estuvo a punto de llegar al poder, aunque probablemente sólo se hubiera encogido de hombros de puro desinterés, una vez en él.
Felipe nació en el ’79, una década después de que los jóvenes fueran realistas pidiendo lo imposible, y tales años no pueden ser entonces para él más que una confusa, lejana referencia paterna, como cantaba el trovador catalán Ismael Serrano en su tema «Papá, cuéntame otra vez». Patrimonio de una generación anterior, historia disecada en los libros, al máximo añoranza de no haber vivido unos años de locura y libertad que cambiaron el siglo XX. Recuerdos ajenos, sueños prestados… aunque no por ello (es obvio) menos vívidos.
Y es que ya estamos en el XXI. El siglo post-todo: después de las grandes ideologías, de las grandes utopías, de las grandes desilusiones, según Fukuyama, hasta del fin de la historia. El siglo donde hasta la postmodernidad se ha convertido ya en asunto no tan serio, donde todo artista puede, y de hecho debe, burlarse incluso de la burla.
Porque burla son, sin la menor duda, las ¿reverenciales? apropiaciones que hace Felipe de los iconos del hinduismo: orlados de oro y joyas, compuestos siempre como para una foto, ahí están Shiva, Ganesh, y especialmente el carismático y fotogénico Krishna. Suave sarcasmo en el ojo desacralizador que compara la actual ingenuidad de las representaciones de un panteón que además de exótico resulta casi infinito, con las dos o tres imágenes de santos y personalidades religiosas diversas de la cristiandad. Como diciendo: hoy ellos repiten lo que hace siglos nosotros cometimos. Ellos en la gloria inconsciente del auge, nosotros en la modesta ¿vergüenza? del recuerdo. Seamos, en cualquier caso, benevolentes con su pura, simple devoción oriental. Como mismo lo somos con nuestro propio pasado occidental. ¿Acaso suman muchos menos los santos y beatos cristianos que todos los dioses y diosecillos brotados de la fecunda imaginación de los brahmanes y santones del subcontinente al sur del Himalaya?
Más aún; el implacble Cardeña, entre sonrisas, nos recuerda también, con Batman, con Rocky, con la seudofelina e ¿infantilmente? sexy muñequita manga, con este supuesto trabajador que más parece dispuesto a desnudarse al ritmo de la música que a laborar en serio, que la cultura pop occidental de hoy construye día a día sus propios santos, dioses, iconos. Tan absurdos y solemnes como los que más.
Paradójicamente ¿qué mejor escenario para el oscuro Batman que esa explosión floral que hasta parece obra de una de sus mortales enemigas, la seductora Poison Ivy? ¿No es marco perfecto para el epítome de sudorosa virilidad de este «trabajador» ¿sexual? la suave femineidad de tantos pétalos y corolas? Las flores, como telón de fondo neutro en su abigarramiento, fungen como ideales ornamentos sacros de los nuevos dioses laicos.
Felipe nos guiña el ojo, tan travieso como el Krishna niño que roba la mantequilla del fondo del pote, en una de las anécdotas más humanas de la infancia del niño-dios de la piel azul. Nos susurra al oído que si los dioses han muerto, vivan los neuvos dioses. Si nada es sagrado, todo lo es, y todo está permitido… porque todo es, al mismo tiempo, susceptible de sacralización. Nos pide, nos impone la complicidad amable en este carnaval de aureolas florales, en este desfile de nuevos santos en marcos ¿neutros?
Y gana esa complicada porque, además, ni siquiera intenta impresionarnos con lo fino de su trazo, con lo sofisticado de sus sombras: él es sólo el editor de estas composiciones, minimizando el lado creador. El artista, de algún modo, es la sociedad entera, somos todos nosotros. En metamorfosis que habría halagado al gran director de cine ruso Eisenstein, Felipe se libera de toda responsabilidad: él sólo edita, solamente maneja la tijera, él solo trabaja aquí. El arte es el mundo. Él apenas discrimina, selecciona, elige. Que no crea, no, por favor, que nadie se confunda.
Es tan imposible tomarse en serio la telaraña de referencias pop y sagradas que se entrelazan en el imaginario visual de Cardeña como ignorar el explosivo efecto de sus tapices de flores. El suyo, el de sus obras, es el jardín de la cultura occidental, de la oriental, de la China, el jardín eterno y efímero de cada momento. El jardín de nuestra imaginación. No en balde, ante cada uno de estos collages, lo asalta a uno cierta vaga sensación de déjà-vu, de reencuentro y redescubrimiento, más que de novedad: realmente, ¿no están todos los vistosos ingredientes de estos platos girando en nuestra memoria, esperando tan sólo que un estímulo, un potente chispazo de energía, tal vez, los mezcle, los distribuya, los haga cuajar?
Felipe Cardeña tiene en sus manos el interruptor que dispara este shock eléctrico. Nos conmociona para bien con su carcajada apenas refrenada, con su gentil caricia a nuestro imaginario infantil más puro e ingenuo, a los primeros tímidos intentos de «arte» que tantos recordamos de nuestra infancia y adolescencia. Cuando un mazo de revistas, una tijera y goma eran las llaves mágicas para entrar a ¡o construir! un jardín de bellas y llamativas posibilidades que sólo tenían como límite la concepción, la fantasía, la inventiva, el ¿buen? gusto de cada uno. No la artística, seria, académica y envidiada capacidad de dibujarlas, ni de esculpirlas.
Dijo una vez Miguel Angel que el trabajo de un escultor era solamente quitar lo que le sobraba a cada bloque de piedra. Pues Felipe, con un sólo cincelazo magistral, nos muestra cómo librarnos de una pequeña, pero significativa traba: de la vergüenza de imaginar. Nos lanza más allá de todo comedimiento de mezclar, borrando el límite a la hora de dejar fluir la audacia de las aparentemente más locas, kitsch e irreverentes asociaciones visuales.

El kitsch ha muerto.
Felipe lo ha matado.
Un minuto de silencio por el difunto.
Renace el kitsch. Felipe es su padre.
Un milenio de fiestas por el recién nacido.
Viva Felipe. Viva el kitsch.
Viva el espectador.